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Domingo II de Pascua (7 de abril)
“SEÑOR MÍO Y DIOS MÍO”

Viernes 05 de Abril de 2024

P. Fredy Peña Tobar, ssp

El encuentro de Jesús con sus discípulos manifiesta una de las apariciones más importantes del Señor después de su resurrección, al revelarse y decirles: “Reciban el Espíritu Santo”. Revestidos del Espíritu de Dios, los discípulos son capaces de perdonar los pecados y ser testigos de la primera experiencia con que se encontró la Iglesia, porque el Espíritu de Dios se hallaba presente y operante en ella. A decir verdad, podemos discutir el “momento” en que esta nueva realidad comenzó a darse en aquellos hombres y mujeres, transformándolos. Pero lo indiscutible es su presencia como una realidad viviente y operante desde el principio.

Son varias las apariciones de Jesús luego de su resurrección: a sus discípulos, en el cenáculo, la noche de pascua y, lo que acontece ocho días después. No obstante, el evangelio nos afirma que la fe de los discípulos se transforma, –por la fuerza del espíritu–, en una comunidad misionera. Comunidad que no estuvo exenta de miedos y dudas con respecto a la persona de Jesús y su resurrección. Recordemos que los Apóstoles estaban con las puertas cerradas por temor a los judíos. Pero Jesús resucitado se presenta ante ellos, animándolos: “La paz esté con ustedes”. Es decir, su paz es aquella que vivió después de haber derrotado al odio, al mal y a la propia muerte. Porque para que aparezca la vida tiene que ser removida la muerte, pues el don del espíritu se comunica como poder contra el pecado.

Como creyentes, quizás nuestra gran batalla no es con relación a ser incrédulo o no, sino en exigir a Dios signos, prodigios y milagros para creer en Él. Eso es lisa y llanamente, tentar la fe. En efecto, los signos realizados por Jesús han de llevar al creyente hacia la fe, pero no son la prueba sine qua non para adherirse a su persona; por lo tanto, si somos cristianos, lo somos porque creemos en la resurrección antes que todo. Y nuestra confesión de fe, al igual que santo Tomás, así lo ratifica: “¡Señor mío y Dios mío!”.